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sábado, 28 de julio de 2018

las tendencias de las neurosis EL SÍNTOMA COMO EL SUEÑO TIENE SENTIDO


*traducir instinto por pulsión
(Diferenciando lo biológico, lo animal, del habitado por el lenguaje)

CON el descubrimiento de la sexualidad infantil y la referencia de los síntomas neuróticos a componentes instintivos eróticos, hemos llegado a establecer algunas inesperadas fórmulas sobre la esencia y las tendencias de las neurosis. Vemos que los hombres enferman cuando, a consecuencia de obstáculos exteriores o falta interna de adaptación, queda vedada para ellos la satisfacción de sus necesidades sexuales en la realidad, y vemos que entonces se refugian en la enfermedad, para hallar con su ayuda una satisfacción sustitutiva de la que les ha sido negada. 
Reconocemos que los síntomas patológicos contienen una parte de la actividad sexual del sujeto o a veces su vida sexual entera, y encontramos en el alejamiento de la realidad el propósito capital, pero también el daño principal de la enfermedad. Sospechamos que la resistencia que nuestros enfermos oponen a su restablecimiento no es de constitución simple, sino compuesta de varios motivos. No solamente se resiste el yo del enfermo a levantar las represiones por medio de las cuales ha realizado su evolución, sino que tampoco los instintos sexuales se resignan a prescindir de sus satisfacciones sustitutivas mientras permanezca aún inseguro si la realidad les ofrecerá o no algo mejor. La fuga en que el sujeto abandona la insatisfactoria realidad para refugiarse en aquello que por su nocividad biológica denominamos enfermedad, pero que jamás deja de ofrecer al enfermo un inmediato placer, se lleva a cabo por el camino de la regresión, del retorno, a fases tempranas de la vida sexual, a las que en su época no faltó satisfacción. Esta represión es aparentemente doble: temporal, en cuanto la líbido, la necesidad erótica, retrocede a grados evolutivos temporalmente anteriores, y formal, en cuanto para la manifestación de esta necesidad se emplean los originales y primitivos medios expresivos psíquicos; mas ambos géneros de regresión se hallan orientados hacia la niñez y se reunen para la constitución de un estado infantil de la vida sexual. Cuanto más se penetra en la patogénesis de la enfermedad nerviosa, más se descubre la conexión de las neurosis con otras producciones de la vida psíquica humana, aun con las de un más alto valor. Nosotros, los hombres, con las grandes aspiraciones de nuestra civilización y bajo el peso de nuestras íntimas represiones, hallamos la realidad totalmente insatisfactoria y mantenemos, por tanto, una vida imaginativa, en la cual gustamos de compensar los defectos de la realidad por medio de la producción de realizaciones de deseos.
 Estas fantasías entrañan mucho de la propia esencia constitucional de la personalidad y también de los impulsos en ella reprimidos para su adaptación a la realidad. El hombre que alcanza grandes éxitos de su vida es aquel que por medio del trabajo logra convertir en realidad sus fantasías optativas. Donde esto fracasa a consecuencia de las resistencias del mundo exterior y de la debilidad del individuo, surge el apartamiento de la realidad; el individuo se retira a su satisfactoria fantasía y, en el caso de enfermedad, convierte su contenido en síntomas. Bajo determinadas condiciones favorables, le será aún posible hallar otro camino que, partiendo de dichas fantasías, le conduzca de nuevo a la realidad, salvándole de extrañarse de ella duraderamente por medio de la regresión a lo infantil. Cuando la persona enemistada con el mundo real posee aquello que llamamos dotes artísticas y cuya psicología permanece aún misteriosa para nosotros, puede transformar sus fantasías no en síntomas, sino en creaciones artísticas, escapar así a la neurosis y volver a encontrar por este camino indirecto la relación con la realidad 953. En los casos en que a una persistente rebelión contra el mundo real se une la falta o la insuficiencia de estas preciosas dotes, resulta inevitable que la líbido, siguiendo el origen de la fantasía, llegue por el camino de la regresión a la resurrección de los deseos infantiles y con ella a la neurosis. Este reemplaza en nuestros días al convento al cual acostumbraban antes retirarse aquellas personas desengañadas de la vida o que se sentían demasiado débiles para vivirla. Permitidme que en este punto exponga el resultado capital conseguido por la investigación psicoanalítica de los neuróticos y que es el de que las neurosis no tienen un especial contenido psíquico que no pueda hallarse también en los individuos sanos, o como lo ha expresado C. G. Jung, que los neuróticos enferman a causa de los mismos complejos con los que luchamos los sanos. De circunstancias cuantitativas y de las relaciones de las fuerzas que combaten entre sí depende que la lucha conduzca a la salud, a la neurosis o a sublimaciones compensadoras.




Os he ocultado hasta ahora algo que constituye la más importante confirmación de nuestra hipótesis de las fuerzas instintivas sexuales de la neurosis. Siempre que sometemos a un nervioso al tratamiento psicoanalítico aparece en él el extraño fenómeno llamado transferencia ( Uebertragung), consistente en que el enfermo dirige hacia el médico una serie de tiernos sentimientos mezclados frecuentemente con otros hostiles, conducta sin fundamento alguno real y que, según todos los detalles de su aparición, tiene que ser derivada de los antiguos deseos imaginativos devenidos inconscientes. Así, pues, el enfermo vive, en su relación con el médico, aquella parte de su vida sentimental que ya no puede hacer volver a su memoria, y por medio de este viví r den u evo en la «transferencia» es como queda convencido. tanto de la existencia como del poder de tales impulsos sexuales inconscientes. Los síntomas, que para emplear una comparación tomada de los dominios de la Química son los precipitados de anteriores sucesos eróticos (en el más amplio sentido). no pueden disolverse y ser transformados en otros productos psíquicos más que a la elevada temperatura de la transferencia. El médico desempeña en esta reacción. según acertadísima frase de S. Fercnczi 9"4• el papel de unfcrmento catalítico que atrae temporalmente los afectos que en el proceso van quedando libres. El estudio de la transferencia nos proporciona también la clave para la inteligencia de la sugestión hipnótica que en un principio empleamos con nuestros enfermos como medio técnico para la investigación de lo inconsciente. El hipnotismo se reveló entonces como un auxiliar terapéutico pero, en cambio, como un obstáculo para el conocimiento científico de la cuestión. pues si hacía desaparecer las resistencias en determinado campo, no evitaba que se alzasen de nuevo en los límites del mismo, formando impenetrables murallas que impedían todo nuevo avance. No hay que creer que el fenómeno de la transferencia, sobre el cual no puedo extenderme aquí mucho, desgraciadamente, sea un producto de la influenciación psicoanalítica. La transferencia surge espontáneamente en todas las relaciones humanas, lo mismo que en la del enfermo y el médico: es, en general, el verdadero vehículo de la influenciación terapéutica y actúa con tanta mqyor energía cuanto menos se sospecha su existencia. Así, pues, no es el psicoanálisis el que la crea, sino que se limita a revelarla a la conciencia y se apodera de ella para dirigir los procesos psíquicos hacia el fin deseado. No puedo abandonar el tema de la transferencia sin hacer resaltar que este fenómeno es decisivo no sólo para la convicción del enfermo, sino también para la del médico. Sé que todos mis partidarios han llegado a convencerse de la exactitud de mis afirmaciones sobre la patogénesis de las neurosis precisamente por sus experiencias personales en lo referente a la transferencia, y comprendo muy bien que no se llegue a tal seguridad de juicio en tanto no haya efectuado uno por sí mismo psicoanálisis y haya tenido ocasión de observar directamente los efectos de dicho fenómeno. 

A mi juicio existen, por parte del intelecto, dos obstáculos opuestos al reconocimiento de las ideas psicoanalíticas: en primer lugar, lo desacostumbrado de contar con una estricta y absoluta determinación de la vida psíquica, y en segundo, el desconocimiento de las peculiaridades que constituyen la diferencia entre los procesos anímicos inconscientes y los conscientes que no son familiares. Una de las más extendidas resistencias contra la labor psicoanalítica ---tanto en los sanos como en los enfermos - se refiere al último de dichos factores. Se teme causar un daño con el psicoanálisis y se siente miedo de atraer a la conciencia del enfermo los instintos sexuales reprimidos, como si ello trajese consigo el peligro de que dominasen en él a las aspiraciones éticas más elevadas y le despojasen de sus conquistas culturales. Se observa que el paciente presenta heridas en su vida anímica, pero se evita tocar a ellas para no aumentar sus sufrimientos. Podemos aceptar y proseguir esta analogía. Es indudablemente más piadoso no rozar las partes enfermas cuando con ello no se ha de hacer más que causar dolor. Pero el cirujano no prescinde de investigar el foco de la enfermedad cuando intenta una operación que ha de producir un restablecimiento duradero, y nadie pensará en culparle de los inevitables sufrimientos que el reconocimiento haya de causar ni de los fenómenos de reacción que surgen en el operado si con la intervención quirúrgica alcanza su propósito y consigue que después de una temporal agravación de su estado llegue el enfermo a una definitiva curación. Análogas son las circunstancias del psicoanálisis, y éste puede aspirar a ser considerado al igual de la cirugía. 
El aumento de dolor que pueda producir al enfermo durante el tratamiento es �dada una acertada técnica� infinitamente menor que el producido en una intervención quirúrgica, y considerando la gravedad del mal que de curar se trata, aparece como un elemento nada merecedor de tenerse en cuenta. El temido resultado final de una destrucción del carácter civilizado por los instintos liberados de la represión es totalmente imposible, pues este temor no tiene en cuenta algo que nuestra experiencia nos ha señalado con toda seguridad, y es que el poder anímico y somático de un deseo, cuando su represión ha fracasado, es mucho mayor siendo inconsciente que siendo consciente, de manera que con su atracción a la conciencia no se hace sino debilitario. El deseo inconsciente no es susceptible de ser influido y permanece independiente de toda circunstancia, mientras que el consciente es refrenado por todo lo igualmente consciente contrario a él. La labor psicoanalítica entra así como un ventajoso sustitutivo de la fracasada represión al servicio de las aspiraciones civilizadoras más elevadas y valiosas. ¿Cuáles son, pues, los destinos de los deseos inconscientes libertados por el psicoanálisis, y cuáles los caminos que seguimos para impedir que dañen la vida del paciente? Existen varias soluciones. El resultado más frecuente es el de que tales deseos quedan ya dominados, durante el tratamiento, por la actividad anímica correcta de los sentimientos más elevados a ellos contrarios. La represión es sustituida por una condenación llevada a cabo con los medios más eficaces. Esto se hace posible por el hecho de que lo que se trata de hacer desaparecer son sólo consecuencias de anteriores estadios evolutivos del yo. El individuo no llevó a cabo anteriormente más que una represión del instinto inutilizable, porque en dicho momento no se hallaba él mismo sino imperfectamente organizado y era débil; mas en su actual madurez y fuerza puede, quizá, dominar a la perfección lo que le es hostil. Un segundo resultado de la labor psicoanalítica es el de que los instintos inconscientes descubiertos pueden ser dirigidos a aquella utilización que en un desarrollo no perturbado hubiera debido hallar anteriormente. 

La extirpación de los deseos infantiles no es, de ningún modo, el fin ideal del desarrollo. El neurótico ha perdido por sus represiones muchas fuentes de energía anímica, cuyo caudal le hubiese sido muy valioso para la formación de su carácter y para su actividad en la vida. Conocemos otro más apropiado proceso de la evolución, la llamada sublimación, por la cual no queda perdida la energía de los deseos infantiles, sino que se hace utilizable dirigiendo cada uno de los impulsos hacia un fin más elevado que el inutilizable y que puede carecer de todo carácter sexual. Precisamente los componentes del instinto sexual se caracterizan por esta capacidad de sublimación de cambiar su fin sexual por otro más lejano y de un mayor valor social. A las aportaciones de energía conseguidas de este modo para nuestras funciones anímicas debemos probablemente los más altos éxitos civilizados. Una represión prematura excluye la sublimación del instinto reprimido. Mas, una vez levantada la represión, queda libre de nuevo el camino para efectuar la sublimación. No debemos, por último, omitir el tercero de los resultados posibles de la labor psicoanalítica. Cierta parte de los impulsos libidinosos reprimidos tiene derecho a una satisfacción directa, y debe hallarla en la vida. Nuestras aspiraciones civilizadoras hacen demasiado difícil la existencia a la mayoría de las organizaciones humanas, coadyuvando a�í al apartamiento de la realidad y a la formación de la neurosis sin conseguir un aumento de civilización por esta exagerada represión sexual. No debíamos engreírnos tanto como para descuidar por completo lo originariamente animal de nuestra naturaleza, ni debemos tampoco olvidar que la felicidad del individuo no puede ser borrada de entre los fines de nuestra civilización. La plasticidad de los componentes sexuales. que se manifiesta en su capacidad de sublimación, puede constituir una gran tentación de perseguir, por medio de una sublimación progresiva, efectos civilizadores cada vez más grandes. Pero así como no contamos con transformar en nuestras máquinas más de una parte del calor empleado en trabajo mecánico útil, así tampoco debíamos aspirar a apartar de sus fines propios toda la energía del instinto sexual. No es posible conseguir tal cosa, y si la limitación de la sexualidad ha de llevarse demasiado lejos, traerá consigo todos los daños de un agotamiento de la tierra de cultivo. No sé si consideraréis esta última observación como una exageración mía. Para daros una exacta representación indirecta de este mi convencimiento recurriré a relataros una historia de cuya moraleja podéis encargaros. La literatura alemana nombra una ciudad, la Schilda, a cuyos moradores se atribuye toda clase de ideas astutas. Cuéntase que poseían un caballo con cuyo trabajo y fuerza se hallaban muy contentos; pero que. según ellos, tenía el caro defecto de consumir demasiada avena en sus piensos. En vista de ello, decidieron quitarle poco a poco tan mala costumbre, disminuyendo diariamente su ración en una pequeña cantidad, hasta acostumbrarle a la abstinencia completa. Durante algún tiempo, la cosa marchó admirablemente: llegó un día en que el caballo no comió más que una brizna. y al siguiente debía ya trabajar sin pienso alguno. Mas he aquí que en la mal'iana de dicho día, el perverso animal fue hallado muerto, sin que los ciudadanos de Schilda pudiesen explicarse por qué. Nosotros nos inclinaríamos a creer que el pobre caballo había muerto de hambre, y que sin una ración de avena no puede esperarse que ningún animal rinda trabajo alguno. 

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