Me regocija que nos volvamos a ver, después de un año, para
proseguir nuestros coloquios. El año pasado les expuse la concepción
psicoanalítica de las operaciones fallidas y del sueño; ahora querría introducirlos en la comprensión de los fenómenos
neuróticos, que, como pronto descubrirán, tienen mucho en común
con aquellos. Pero les anticipo que en esta oportunidad no puedo concederles la
misma posición frente a mí que el año anterior. Aquella vez me empeñé en no dar
un paso sin que hubiera acuerdo entre el juicio de ustedes y el mío; discutimos
mucho me sometí a sus objeciones y en verdad los reconocí a ustedes y a su
«sano sentido común» como instancia decisiva. Ahora no será así, y por una simple
circunstancia. Operaciones fallidas y sueños no les eran extraños como
fenómenos; podía decirse que poseían al respecto tanta experiencia como yo o
que podían fácilmente procurarse una experiencia igual. Pero el campo de fenómenos de las neurosis les es ajeno; si no son
médicos, no tienen otro acceso a él que mis comunicaciones, y de nada vale el mejor
discernimiento cuando falta la familiaridad con el material que ha de juzgarse.
Pero no entiendan este anuncio como si yo me propusiera hacerles una exposición
dogmática y exigirles una fe incondicional. Semejante malentendido me haría
grave injusticia. No es mi propósito despertar convencimientos; quiero dar
incitaciones y desarraigar prejuicios. Si, por desconocer el material, ustedes
no están en condiciones de juzgar, no deben ni creer ni desestimar. Deben
escuchar y dejar que produzca en ustedes su efecto lo que se les refiere. El
convencimiento no se alcanza con tanta facilidad o, cuando se ha llegado a él
tan sin esfuerzo, pronto se evidencia falto de valor e inconsistente. Sólo
puede pretender convencimiento quien, como yo lo hice, ha trabajado durante
muchos años con el mismo material y ha vivido, él mismo, estas experiencias
nuevas y sorprendentes. ¿Por qué, entonces, se producen en el campo intelectual
esas convicciones súbitas, esas conversiones fulminantes, esas repulsiones
instantáneas? ¿No reparan en que el «coup de Joudre», el amor a primera vista,
proviene de un campo enteramente diverso, el campo afectivo? Ni siquiera a nuestros pacientes les exigimos un acto de convencimiento
o de adhesión al psicoanálisis. Que lo hagan nos resulta a
menudo sospechoso. La actitud que más deseamos en ellos es la de un benévolo
escepticismo. Procuren ustedes, pues, dejar que la concepción psicoanalítica
coexista y crezca en paz junto a la popular o a la psiquiátrica, hasta que se
presenten oportunidades en que ambas puedan influirse, cotejarse y conciliarse
en una decisión final.
Por otra parte, ni por un instante deben creer que esto que les presento como
concepción psicoanalítica sea un sistema especulativo. Es más bien experiencia:
expresión directa de la observación o resultado de su procesamiento. Si este
último procedió o no de manera suficiente y justificada, he ahí algo que se
verá con el ulterior progreso de la ciencia; y por cierto tengo derecho,
trascurridos ya casi dos decenios y medio y bastante avanzado yo en la vida
(1), a aseverar sin jactancia que fue un trabajo particularmente difícil,
intenso y empeñoso el que brindó estas observaciones. A menudo he recibido la
impresión de que nuestros oponentes no que rían considerar para nada este
origen de nuestras aseveraciones, como si creyesen que no eran sino unas
ocurrencias de cuño subjetivo a las que otro podría oponer su propio capricho.
Este comportamiento opositor no me resulta del todo comprensible. Quizá
provenga de que los médicos se comprometen muy poco con los neuróticos; oyen
con tan poca atención lo que ellos tienen que decirles que se han enajenado la
posibilidad de extraer algo valioso de sus comunicaciones, y por tanto de hacer
en ellos observaciones en profundidad. En esta ocasión les prometo que en el
curso de mis conferencias polemizaré poco, al menos con personas individuales.
Nunca he podido convencerme de la verdad de la sentencia según la cual la
guerra es el padre de todas las cosas. Creo que proviene de la sofística griega
y falla, como esta, por sobrestimación de la dialéctica. Me parecía, al
contrario, como si la llamada polémica científica fuese en todo sentido
infecunda, prescindiendo de que casi siempre se la cultiva con un sesgo en
extremo personal. Hasta hace unos años podía gloriarme, respecto de mí mismo,
de que con un solo investigador (Löwenfeld, de Munich) había entablado una vez
una polémica científica en regla (2). El final fue que nos hicimos amigos y lo
seguimos siendo hasta el día de hoy. Pero por mucho tiempo no he repetido el
experimento; no estaba seguro de obtener idéntico desenlace (3).
Ustedes
juzgarán, sin duda, que una repulsa tal de la discusión académica atestigua un
grado particularmente alto de inaccesibilidad a las objeciones, de terquedad o,
como lo suelen expresar los científicos en su cortés lenguaje, de «extravagante
pertinacia». Me gustaría responderles que si a costa de tantos trabajos ustedes
adquiriesen una convicción, les cabría cierto derecho de sostenerla con alguna
tenacidad. Además, puedo invocar en mi favor que en el curso de mis trabajos he
modificado mis opiniones sobre algunos puntos importantes sustituyéndolas por
otras nuevas, de lo cual, desde luego, hice comunicación pública en cada caso,
¿Y el resultado de esta sinceridad? Algunos ni siquiera han tomado conocimiento
de mis autoenmiendas y todavía hoy me critican por tesis que desde hace mucho
ya no significan para mí lo mismo. Los otros me reprochan justamente esas
mudanzas y me declaran por eso mismo poco sólido. ¿No es cierto que quien ha
cambiado algunas veces sus opiniones no merece crédito, pues con harta
probabilidad puede andar errado también en las aseveraciones que últimamente ha
hecho? Pero al que se atiene, imperturbable, a lo que una vez expresó o no se
deja apartar de ello con suficiente rapidez, le llaman obcecado y extravagante.
¿Qué puede uno hacer, en vista de estos contrapuestos ataques de la crítica,
sino mantenerse como uno es y comportarse como su propio juicio lo autoriza?
Estoy decidido a esto, y no me abstendré de rehacer y corregir todas mis
doctrinas según lo exija mi experiencia más avanzada. En las intelecciones
básicas, basta ahora no he hallado nada que modificar; y espero que en lo
sucesivo sea también así. (4)
Debo
presentarles, entonces, la concepción psicoanalítica de los fenómenos
neuróticos. Para ello, me parece indicado empalmar con los fenómenos ya
tratados, tanto a modo de analogía como de contraste. He de echar mano a una
acción sintomática en que veo que incurren muchas personas en mis horas de
consulta. El analista no atina a hacer gran cosa con la gente que lo visita en
su consultorio médico para desplegar frente a él, en un cuarto de hora, las
lamentaciones de su larga vida. Su saber más profundo le impide pronunciar el
veredicto a que recurriría otro médico: «Lo que usted tiene no es nada», e
impartir el consejo: «Tome una ligera cura de aguas». Uno de nuestros colegas,
preguntado por lo que hacía con sus pacientes de consultorio, respondió
incluso, con un encogimiento de hombros: «Les impongo una multa de unas buenas
coronas». Por eso no les asombrará enterarse de que aun en el caso de
psicoanalistas con mucha clientela las horas de consulta no suelen ser muy
concurridas. Yo puse doble puerta en remplazo de la simple que separaba mi sala
de espera de mi sala de tratamiento y consultorio, reforzándola además con una
cubierta de fieltro. El propósito de este pequeño artificio no es nada dudoso. Ahora
bien, siempre acontece que personas que hago pasar desde la sala de espera
descuidan cerrar la puerta tras sí, y por cierto casi siempre dejan las dos
puertas abiertas. Tan pronto lo observo, me obstino, con tono bastante
inamistoso, en que el o la ingresante vuelva sobre sus pasos para reparar ese
descuido, por más que se trate de un elegante caballero o de una dama
empingorotada. Esto hace la impresión de una* descortés pedantería. Y aun en
ocasiones me he puesto en ridículo con esa exigencia, ante una de esas personas
incapaces de asir un picaporte y que ven con agrado que su acompañante les
ahorre ese contacto. Pero en la enorme mayoría de los casos yo tenía razón,
pues quien se porta de ese modo, quien deja abierta la puerta que separa la
sala de espera del consultorio del médico, pertenece a la plebe y merece que lo
traten descortésmente. Ahora bien, no tomen ustedes partido antes de oír lo que
sigue. Este descuido del paciente, en efecto, no acontece más que cuando se ha
encontrado solo en la sala de espera y por tanto deja tras sí una habitación
desierta; nunca cuando otras personas extrañas esperaron con él. En este último
caso comprende muy bien que es su interés no ser espiado con las orejas
{belauschen} mientras habla con el médico, y jamás omite cerrar cuidadosamente
ambas puertas.
La omisión del paciente obedece entonces a un determinismo, no es contingente
ni carece de sentido; ni siquiera es intrascendente, pues veremos que ilustra
la relación del recién llegado con el médico. El paciente pertenece al gran
número de los que claman por una autoridad mundana, de los que quieren ser
deslumbrados, intimidados. Quizás hizo preguntar telefónicamente cuál era la
mejor hora a que podía venir y se preparó para encontrarse con un gentío en
busca de asistencia, como si fuera una filial de Julius Meinl. (5) Y ahora
entra en una sala de espera desierta, por añadidura en extremo modesta, y eso
lo perturba. Tiene que hacerle pagar al médico su intención de ofrecerle una
muestra tan superflua de respeto y ... omite cerrar las puertas entre sala de
espera y consultorio. Con eso quiere decirle: «¡Ah! Aquí no hay nadie, y
probablemente durante todo el tiempo en que yo esté no vendrá nadie tampoco».
Además, en la entrevista se portaría con total descortesía y falta de respeto
si desde el comienzo mismo no se le pusiera un dique a su arrogancia mediante
una tajante reconvención.
En el análisis de esta pequeña acción sintomática ustedes no encuentran nada
que no les sea ya familiar: 19 aseveración de que no es contingente, sino que
posee un motivo, un sentido y un propósito; que pertenece a una trabazón
anímica pesquisable y que, en calidad de pequeño indicio, anoticia de un
proceso anímico más importante. Pero, sobre todo, que la conciencia de quien la
consuma ignora el proceso cuya marca es la acción misma: ninguno de los
pacientes que han dejado abiertas ambas puertas admitirían que mediante esa
omisión quisieron testimoniarme su menosprecio. Muchos, probablemente,
recordarían haber tenido un conato de desengaño al ingresar en la sala de
espera desierta; pero el nexo entre esta impresión y la acción sintomática
subsiguiente ha permanecido con seguridad desconocido para su conciencia.
Ahora abandonaremos estos pequeños análisis de una acción sintomática para pasar
a la observación de un enfermo. Escojo una por tener fresco su recuerdo, y
también porque puede exponerse en breve espacio. Un cierto grado de prolijidad
es indispensable en una comunicación así.
Un
joven oficial, al regresar a la casa con una breve licencia, me pidió que
tomara bajo tratamiento a su suegra, que, viviendo en las más dichosas
condiciones, se amargaba la vida y la amargaba a los suyos a causa de una idea
disparatada. De ese modo conocí a una dama de unos 53 años, bien conservada, de
naturaleza simple y afable, que sin resistirse me dio el siguiente informe:
Vive en el campo, en feliz matrimonio con su marido, quien dirige una gran
fábrica. Todo le parece poco para encomiar el amoroso cuidado que él le dedica.
Casada por amor treinta años antes, desde entonces ninguna nube, ni querella,
ni ocasión de celos. Ya bien casados los dos hijos, el marido y padre, movido
por un sentimiento de deber, no quiere darse todavía descanso. Hace un año
ocurría lo increíble, incomprensible para ella misma: le llegó una carta
anónima donde se le denunciaba que su virtuoso marido mantenía relaciones
amorosas con una muchacha joven, y ella le prestó crédito en el acto; desde
entonces quedó destruida su dicha. Más en detalle, lo ocurrido fue
aproximadamente como sigue: Tenía una criada con quien conversaba quizá
demasiado de cosas íntimas. Esta muchacha perseguía a otra con una hostilidad
animada directamente por el odio; ello se debía a que esta última había
progresado mucho más en la vida, sin ser de mejor cuna. En lugar de entrar a
trabajar en servicio doméstico, se había procurado una formación en asuntos de
comercio, ingresó en la fábrica y, a causa de la falta de personal producida
por el llamamiento a filas de los empleados, fue promovida a un buen puesto.
Ahora vivía en la propia fábrica, tenía trato con caballeros y aun se hacía
llamar señorita. La que se había quedado atrás en la vida estaba naturalmente
dispuesta a decir todo el mal posible de su antigua compañera de escuela. Un
día conversaba nuestra dama con su mucama acerca de un señor anciano que habían
recibido en la casa, y de quien se sabía que no vivía con su mujer, sino que
mantenía una relación con otra. Ella no sabe cómo fue que de pronto dijo: «Para
mí sería lo más terrible enterarme de que mí buen esposo tiene también una
relación». Al día siguiente recibió por el correo una carta anónima que, con
escritura disimulada, le comunicaba eso mismo que ella, por así decir, había
conjurado. Extrajo la conclusión -probablemente acertada- de que la carta era
obra de su maligna mucama, pues señalaba como la amada del marido precisamente
a esa señorita a quien la sirvienta perseguía con su odio. Pero aunque se
percató enseguida de la intriga y en su lugar de residencia había vivido
sobrados ejemplos de la poca fe que merecían tales cobardes denuncias,
aconteció que esa carta la hizo derrumbarse al instante. Presa de una terrible
emoción, envió de inmediato por su marido para hacerle los más acerbos
reproches. El hombre rechazó riendo la imputación e hizo lo mejor que podía
hacer. Llamó al médico de la casa y de la fábrica, quien puso todo su empeño en
calmar a la desdichada señora. El ulterior proceder de ambos fue también
enteramente razonable. La mucama fue despedida, pero la supuesta rival no.
Desde entonces, una y otra vez, la enferma pareció tranquilizarse a punto tal
de no dar más crédito al contenido de la carta anónima, pero nunca radicalmente
ni por mucho tiempo. Bastaba que oyera nombrar a esa señorita o que la
encontrara por la calle para que se le desencadenase un nuevo ataque de
desconfianza, dolor y reproches.
He
ahí, pues, la historia clínica de esa honrada señora. No hacía falta mucha
experiencia psiquiátrica para comprender que, a diferencia de otros neuróticos,
había expuesto su caso más bien suavizando las tintas, como si dijéramos
disimulándolo, y que nunca había vencido su creencia en la inculpación de la
carta anónima.
Ahora
bien, ¿qué actitud adopta el psiquiatra frente a un caso clínico así? Harto lo
sabemos: la misma que adoptaría frente a la acción sintomática del paciente que
no cierra las puertas que dan a la sala de espera. La declara una contingencia
sin interés psicológico, y no le da más importancia. Pero esta conducta ya no
es viable en el caso patológico de la señora celosa. La acción sintomática
parece ser. algo indiferente, pero el síntoma se impone como importante. Va
conectado a un intenso sufrimiento subjetivo, y objetivamente amenaza la
convivencia de una familia; es, por tanto, un objeto insoslayable del interés
psiquiátrico. El psiquiatra intenta primero caracterizar el síntoma mediante
una propiedad esencial. La idea con que esta mujer se martiriza no ha de
llamarse disparatada en sí misma; ocurre, en efecto, que hombres casados de
edad avanzada mantienen relaciones amorosas con muchachas jóvenes. Pero otra
cosa hay aquí disparatada e incomprensible. El único fundamento que tiene la
paciente para creer que su tierno y fiel esposo pertenece a esa categoría de
hombres -no tan rara, por lo demás- es la aseveración de la carta anónima. Sabe
que ese escrito no posee fuerza probatoria alguna, puede esclarecerse
satisfactoriamente su origen; debería poder decirse, entonces, que no tiene
fundamento para sus celos, y así se lo dice; no obstante, sufre como si
admitiera la total justificación de esos celos. A ideas de este tipo,
inaccesibles a argumentos lógicos y tomados de la realidad, se ha convenido en
llamarlas ideas delirantes. La buena señora padece, pues, de un delirio de
celos. He ahí la característica esencial de ese caso patológico.
Tras
esta primera comprobación, nuestro interés psiquiátrico se avivará con fuerza
todavía mayor. Si una idea delirante no puede ser desarraigada refiriéndola a
la realidad, no ha de provenir de esta. ¿Y de dónde vendría entonces? Existen
ideas delirantes del más diverso contenido; ¿por qué justamente los celos son
en nuestro caso el contenido del delirio? Aquí querríamos escucharlo al
psiquiatra, pero aquí mismo nos deja en la estacada. Se internará,
exclusivamente, en una sola de las cuestiones que hemos planteado. Investigará
en la historia familiar de esta señora y nos aportará quizás esta respuesta:
«Ideas delirantes se presentan en aquellas personas en cuyas familias han
aparecido repetidas veces estas y otras perturbaciones psíquicas». Con otras
palabras, esta señora ha desarrollado una idea delirante porque estaba
predispuesta a causa de una trasmisión hereditaria. Es por cierto algo, pero,
¿es todo lo que queremos saber? ¿Todo lo que ha cooperado en la causación de
este caso patológico? ¿Tendremos que contentarnos con suponer que es
indiferente, arbitrario o inexplicable que se haya desarrollado un delirio de
celos en vez de cualquier otro delirio? ¿Y es lícito que entendamos también en
sentido negativo el aserto que proclama el predominio de la influencia
hereditaria, a saber, que son indiferentes las vivencias que sobrevinieron a
esta alma pues estaba condenada a producir alguna vez un delirio? Querrán ustedes saber por qué la psiquiatría científica no quiere darnos
más referencias. Pero
yo les respondo: ¡Maldito sea quien dé más de lo que tiene! Digamos que el
psiquiatra, justamente, no conoce ningún camino que lo haga avanzar más en el
esclarecimiento de un caso de esta índole. Tiene que conformarse con el
diagnóstico y una prognosis del desarrollo ulterior, prognosis insegura por
rica que sea su experiencia.
Ahora
bien, ¿puede el
psicoanálisis desempeñarse mejor? Sí, por cierto; espero mostrarles que
aun en un caso así, de tan difícil acceso, es capaz de descubrir algo que
posibilite la comprensión más directa. Primero, les ruego que atiendan a este
pequeño detalle: fue la propia paciente quien provocó esa carta anónima que
sirve de apoyo a su idea delirante, cuando, el día anterior, dijo a la
intrigante muchacha que su máxima desventura sería que su marido mantuviera una
relación amorosa con una muchacha joven. Sólo entonces concibió la servidora la
idea de enviarle la carta anónima. La idea delirante cobra así una cierta
independencia de la carta; ya antes había estado presente como temor -¿o como
deseo?- en la enferma. Ahora agreguen ustedes algunos pequeños indicios más que
sólo dos sesiones de análisis han brindado. La paciente se comportó con mucha
renuencia cuando se la exhortó a comunicar, tras el relato de su historia, sus
ulteriores pensamientos, ocurrencias y recuerdos. Aseveró que nada se le
ocurría, lo había dicho todo, y transcurridas dos sesiones fue preciso
interrumpir realmente el ensayo con ella, pues había proclamado que ya se
sentía sana y estaba segura de que la idea enfermiza no reaparecería. Lo dijo,
desde luego, sólo por resistencia y por angustia frente a la prosecución del
análisis. Pero en esas dos sesiones había dejado caer algunas observaciones que
permitieron una interpretación determinada, y aun la hicieron inevitable; y
esta interpretación echa una luz fulgurante sobre la génesis de su delirio de
celos. Había dentro de ella un intenso enamoramiento por un hombre joven, ese
mismo yerno que la instó a buscarme en calidad de paciente. De este
enamoramiento, ella no sabía nada o quizá muy poco; dada la relación de
parentesco existente, esta amorosa inclinación podía enmascararse fácilmente
como una ternura inocente. Tras todas las experiencias que hemos recogido en
otras partes, no nos resulta difícil una comprensión empática {einfühlen} de la
vida anímica de esta decente señora y honrada madre de 53 años. Un
enamoramiento así, que sería algo monstruoso, imposible, no pudo devenir consciente; no obstante, persistió y, en calidad de inconciente, ejerció una
seria presión. Alguna cosa tenía que acontecer con él, algún remedio tenía que
buscarse, y el alivio inmediato lo ofreció sin duda el mecanismo del
desplazamiento, que con tanta regularidad toma parte en la génesis de los celos
delirantes. Si no sólo ella, una señora mayor, se había enamorado de un hombre
joven, sino también su anciano marido mantenía una relación amorosa con una
joven muchacha, entonces su conciencia moral se descargaba del peso de la
infidelidad. La fantasía de la infidelidad del marido fue entonces un paño frío
sobre su llaga ardiente. Su propio amor no le había devenido consciente, pero el
reflejo de él, que le aportaba esa ventaja, ahora se le hizo consciente de
manera obsesiva, delirante. Todos los argumentos en contra no podían, desde
luego, dar fruto alguno, pues sólo se dirigían a la imagen reflejada, no al
modelo a que aquella debía su poder y que acechaba inatacable en lo inconsciente.
Resumamos ahora lo que un breve y dificultoso empeño psicoanalítico aportó para
la comprensión de este caso clínico, suponiendo, desde luego, que nuestras
averiguaciones se hayan realizado correctamente, cosa que no puedo someter aquí
al juicio de ustedes. En primer lugar: La idea delirante ha dejado de ser algo
disparatado o incomprensible, posee pleno sentido, tiene sus buenos motivos,
pertenece a la trama de una vivencia, rica en afectos, de la enferma. En
segundo lugar: Es necesaria como reacción frente a un proceso anímico inconsciente colegido por otros indicios, y precisamente a esta dependencia debe
su carácter delirante, su resistencia a los ataques basados en la lógica y la
realidad. Es a su vez algo deseado, una suerte de consuelo. En tercer lugar: La
vivencia que hay tras la contracción de la enfermedad determina unívocamente
que habría de engendrarse una idea de celos delirantes y ninguna otra cosa (6).
Bien lo recuerdan ustedes: el día anterior había manifestado a esa muchacha
intrigante que lo más terrible sería que su marido le fuera infiel. No
descuiden tampoco las dos importantes analogías con la acción sintomática que
hemos analizado, a saber, en cuanto al esclarecimiento del sentido o del
propósito y en cuanto a la dependencia de algo inconsciente que estaba dado
dentro de la situación.
Con
ello, desde luego, no quedan respondidas todas las preguntas que pudimos
plantearnos a raíz de este caso. Más bien, él rebosa de otros problemas, unos
que todavía nos resultan insolubles y otros que no se dejan solucionar a causa
de lo desfavorable de las circunstancias. Por ejemplo, ¿por qué esta señora,
que vive un matrimonio dichoso, sufre un enamoramiento hacia su yerno, y por
qué el alivio, que también habría sido posible por otras vías, ocurre en la
forma de un espejamiento así, de una proyección de su propio estado sobre su
marido? Y no crean ustedes que es ocioso o pretencioso plantear tales
preguntas. Disponemos ya de mucho material para una respuesta posible. Esta
señora se encuentra en la edad crítica que trae a la necesidad sexual femenina
una intensificación indeseada y repentina; quizás esto baste por sí solo. 0 tal
vez quepa agregar que su marido, bueno y fiel, desde hace muchos años ya no
posee aquella capacidad de rendimiento sexual que esta señora bien conservada
necesitaría para satisfacerse. La experiencia nos ha hecho notar que justamente
esos maridos, cuya fidelidad se descuenta, se distinguen por una particular
ternura en el trato con sus esposas y por una inhabitual paciencia hacia sus
achaques nerviosos. Y hasta quizá no sea indiferente que fuera el joven marido
de una hija quien deviniera objeto de este enamoramiento patógeno. Un fuerte
lazo erótico con la hija, que en su último fundamento se reconduce a la
constitución sexual de la madre, a menudo halla el camino para proseguirse en
una trasmudación de esa índole. En este contexto, quizá me sea lícito
recordarles que la relación entre suegra y yerno fue juzgada desde siempre
espinosa por los seres humanos, y entre los primitivos dio ocasión a tabúes y
«evitaciones» muy estrictos (7). Tanto en el aspecto positivo cuanto en el
negativo ella rebasa a menudo la medida culturalmente deseada. Ahora bien, cuál
de estos tres factores operó en nuestro caso, si dos de ellos, si todos se
conjugaron, no puedo decírselo a ustedes, pero únicamente porque no me fue
permitido proseguir el análisis del caso más allá de esas dos sesiones.
Ahora caigo en la cuenta, señores míos, de que he hablado de cosas que ustedes
todavía no están preparados para comprender. Lo hice con el fin
de comparar la psiquiatría con el psicoanálisis. Pero hay algo que tengo derecho a
preguntarles: ¿Han observado alguna contradicción entre ambos? La psiquiatría no aplica los métodos técnicos del psicoanálisis, omite
todo otro anudamiento con el contenido de la idea delirante y, al remitirnos a
la herencia, nos proporciona una etiología muy general y remota, en vez de
poner de manifiesto primero la causación más particular y próxima. Pero, ¿hay ahí una contradicción, una
oposición? ¿No es más bien un completamiento? ¿Acaso el factor hereditario
contradice la importancia de la vivencia? ¿No se conjugan ambos, más bien, de
la manera más eficaz? Me concederán que en la naturaleza del trabajo
psiquiátrico no hay nada que pudiera rebelarse contra la investigación
psicoanalítica. Son entonces los
psiquiatras los que se resisten al psicoanálisis, no la psiquiatría. El
psicoanálisis es a la psiquiatría lo que la histología a la anatomía: esta
estudia las formas exteriores de los órganos; aquella, su constitución a partir
de los tejidos y de las células. Es inconcebible una
contradicción entre estas dos modalidades de estudio, una de las cuales
continúa a la otra. Como saben, la anatomía es hoy para nosotros la base de una
medicina científica, pero hubo un tiempo en que estaba tan prohibido disecar
cadáveres humanos para averiguar la constitución interna del cuerpo como lo
parece hoy ejercer el
psicoanálisis para averiguar la fábrica interna de la vida del alma.
Y previsiblemente, en una época no
muy lejana comprenderemos que no es posible una psiquiatría profundizada en
sentido científico sin un buen conocimiento de los procesos de la vida del alma
que van por lo profundo, de los procesos inconcientes.
Ahora bien, quizás el
psicoanálisis, tan combatido, tiene entre ustedes también amigos que verían con
buenos ojos que se lo pudiera justificar desde otro costado, el costado
terapéutico. Ustedes saben que nuestra terapia psiquiátrica no
ha sido capaz hasta ahora de influir sobre las ideas delirantes. ¿Podrá hacerlo acaso el psicoanálisis gracias a su intelección del
mecanismo de estos síntomas? No,
señores míos, no puede; al menos provisionalmente, es tan impotente contra esta
enfermedad como cualquier otra terapia. Podemos comprender, es verdad, lo que
ha ocurrido dentro del enfermo, pero no tenemos medio alguno para hacer que él
mismo lo comprenda. Acaban de escuchar que yo no pude llevar el análisis de
aquella idea delirante más allá de los primeros esbozos. ¿Afirmarán por ello
que el análisis de esos casos es desestimable porque no arroja fruto? Creo que
no, en modo alguno. Tenemos el derecho, más aún, el deber, de cultivar la
investigación sin mirar por un efecto útil inmediato. Al final -no sabemos
dónde ni cuándo- cada partícula de saber se traspondrá en un poder hacer,
también en un poder hacer terapéutico. Aunque para todas
las otras formas de contracción de enfermedades nerviosas y psíquicas el
psicoanálisis se mostrara tan huero de éxitos como en el caso de las ideas
delirantes, seguiría siendo, con pleno derecho, un medio insustituible de
investigación científica. Es
verdad que entonces no estaríamos en condiciones de ejercitarlo; el material de
hombres en que queremos aprender, un material viviente, tiene su voluntad
propia; le hacen falta motivos para colaborar en el trabajo, y en tal caso
rehusaría hacerlo. Por eso, permítanme que concluya hoy con esta comunicación:
existen vastos grupos de perturbaciones nerviosas para los cuales la
trasposición de nuestra mejor comprensión en un poder hacer terapéutico se ha
comprobado en los hechos, y en el caso de estas enfermedades, de difícil acceso
por otras vías, obtenemos, en ciertas condiciones, éxitos que no les van en
zaga a otros cualesquiera en el campo de la medicina clínica (8).
- HISTERIA
- NEUROSIS OBSESIVA
- MELANCOLÍA
- PSICOSIS
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